viernes, 2 de julio de 2010

Nimbin

Había una vez un pueblito chiquitito del interior de Nueva Gales del Sur. Nimbin era su nombre. Menos de cincuenta personas lo habitaban y la mayor parte de estas se dedicaba al cultivo de la macadamia y a la lana. La vida allí era tranquila y no había demasiado interés por el mundo exterior.

Un lluvioso día de invierno, un personaje poco común llegó a Nimbin. Su furgoneta azul había sido alcanzada por un meteorito recientemente y éste había perforado el techo. El agua de lluvia entraba a borbotones, imposibiltándole continuar la marcha por los tortuosos caminos de la región. Shane Gray, así se llamaba, paró en frente de la granja de Zachary, un viejo granjero desdentado, conocido por su caracter huraño y malhumorado. Su mujer había sido atropellada por una vaca ciega, asustada por un canguro rabioso, una decena de años atrás. Desde entonces, casi nunca se aparecía por el pueblo y jamás recibía visitas de sus vecinos. Estos lo tachaban de persona peligrosa, desde que se vengó de la mencionada vaca atropellándola con su tractor. Pero Shane Gray no sabía nada de eso.

Gray no tenía mas que 22 años el día que llegó a Nimbin en busca de cobijo y un tapón de corcho para el agujero del meteorito. Pero aparentaba 30. Su pelo rubio enmarañado, largo hasta los hombros, y su morena tez cubierta por la barba y bigote de varias semanas, disimulaban su juventud. Zachary tomaba un té con miel cuando vió subir al forastero por el camino. Su primera reacción fue coger la escopeta que usaba para los zorros, pero esperó a ver más. El joven llevaba vaqueros, como en las películas del oeste americano. A Zachary le encantaban los westerns. Esperaba con ansias los domingos para sentarse en su butaca forrada con la piel de la vaca atropellada, para ver la película, acompañado por un crispeante del fuego y su perro ovejero sordo, el "Pulgas". Shane no parecía peligroso, así que el viejo no esperó mucho hasta abrirle la puerta.

Con un fuerte acento foráneo, el joven le contó lo ocurrido a su furgoneta y le pidió si podía quedarse unos días en su granero hasta solucionar el problema. Le pagaría con el trabajo de sus manos, ayudándolo en las tareas de la granja.
Tal vez fueran los vaqueros, tal vez la inconsciente necesidad de romper con el largo silencio de los últimos años: Zachary accedió a proporcionarle cobijo y comida. Podía quedarse en la sala de estar, pues aunque desconfiaba de todo el mundo, sabía con certeza que la humedad del granero no la aguantaban ni las ratas: hacía años que tenía goteras y allí no había más que herramientas oxidadas y hongos. Le advirtió al joven que, si intentaba robarle, lo cortaría en pedaciotos, como había hecho con la vaca de la butaca.

Aquella noche, los dos hombres cenaron junto al fuego y contaron sus diferentes historias.
Shane venía desde muy lejos, de las Américas. Había llegado hacía casi un año a Australia, escapando de su obligación como estadunidense de ir a la guerra. No quería poner su vida en peligro por una causa injusta, interesada y estúpida. Mi govierno apesta, decía, y la guerra también. Gracias a un amigo marinero pudo subirse y trabajar en un transanlántico que iba de Los Ángeles a Sydney y, cuando llegó a su destino, compró la vieja furgoneta para viajar por todo el país, en busca de aventuras y nuevas experiencias. Zachary sabía muy poco de la guerra del Vietnam. Él sólo se sentaba a mirar la televisión por los westerns. Pero sí sabía de vacas, de tractores y de ovejas. Y mañana, le dijo, tu también sabrás algo de todo eso.

Shane Gray se quedó tres semanas en la granja del viejo desdentado, tiempo suficiente para ganarse su confianza. Trabajaban desde que los primeros rayos de sol acariciaban las ramas de los macadamios, hasta la hora de cenar, momento en que compartían sus batallitas El chico traía un tabaco especial con él y los dos fumabaron de la misma pipa y bebieron cerveza casera. A medida que la noche se iba haciendo más oscura, en la casa iba subiendo el ánimo, hasta un punto que incluso el "Pulgas" reía a carcajada limpia. No sé dónde compraste este tabaco, chico, pero me sienta demasiado mal y bien a la vez. Tienes que traerme un poco la próxima vez que una piedra del cielo caiga encima de tu furgoneta.

Shane pudo arreglar el vehículo a tiempo para la llegada de la primavera. Quería dirigirse al centro del país. Ese año había llovido mucho y el desierto florido proporcionaba un espectáculo digno de admirar. El día de su marcha, Shane Gray y Zachary se despidieron con un fuerte apretón de manos. Saluda a los camellos de mi parte, dijo el granjero. Ha sido usted muy amable, contestó el joven. Se subió a su furgoneta y tocando el afónico claxon gritó "¡Hasta pronto!"

Un año más tarde, decenas de furgonetas y caravanas llegaron a Nimbin. Shane Gray encabezaba la procesión. Era 1973 y el movimiento hippie estaba en su apogeo. Jóvenes universitarios de todo el país, poetas, pintores, fotógrafos y músicos invadieron cada rincón del pueblo, sus plazas y los campos contiguos. Plantaron sus tiendas y encendieron sus fogatas. Sacaron las guitarras de los maleteros y liaron los primeros cigarrillos de droga. Necesitaban un lugar donde juntarse y celebrar su gran fiesta pacifista. Lo encontraron en aquel pueblo minúsculo y aburrido del interior de la costa sureste. Aquel año, Nimbin fue la sede del Aquarius Festival, que reunió a todo hippie viviente de Australia.

Al terminar el festival, muchos de los perrifláuticos se iluminaron y comprendieron que ese era un lugar fantástico para vivir: la tierra era muy fértil, con lo que podían cultivar sus lechugas, tomates y hierbas santas todo el año. Había sitio y madera para todos, para contruir casas con porches immensos, si apetecía. Todos llegaron a la misma conclusión y todos se quedaron. Des de ese momento, Nimbin ya nunca fue el mismo.

Es curioso como el tiempo pasa para todos igual. La vejez es despiadad e implacable. Uno se lleva un susto cuando vé a un hippie de 70 años. No se lo espera. Los hippies no pueden ser viejos, pensamos. Los hippies son jovenes con rastas y ropa de colorines que andan por las nuves todo el día y despotrican de la gente que optó por ir a la universidad y encontró un trabajo normal. Yo, al menos, no podía imaginar a un viejo con ese perfil. Pero en Nimbin no hay más que dinosaurios del cumbayá. Todo es inesperadamente viejo y deforme. Grotescamente colorido. Reliquias de los setenta se sientan frente a sus casas sin porche, porque estaban demasiado colocados para construir uno, y te sonrien locamente cuando pasas por delante. Sus caras arrugadas y sus ojos llorosos delatan su historia. Aún sujetan la pipa entre los dedos y fuman de su propia cosecha marchita.

Uno de los puntos interesantes del lugar es el Museo. Allí se recoge toda la historia de la comuna hippie de Nimbin, así como gran cantidad y diversidad de obras de arte de dudoso valor. De hecho, todo el pueblo es un gran mural que ha sido pintado de a poquito, a lo largo de los años, por sus habitantes y otras gentes que ha dejado su huella aquí.

El primer y tercer domingo de cada mes hay mercado. En él se venden desde fruta a pulseras. Hay un continuo trajín de libros usados. Muchas mujeres ofrecen antigüedades, ropa hecha con cáñamo, artesania de barro y de plata y cachibaches varios para fumar cosas ilegales. Si entras en una tienda de suvenirs, lo más probable es que una vendedora con voz ronca te ofrezca unas galletas mágicas. Y los policias lo saben, pero mientras no haya follón, hacen la vista gorda. Si eres nuevo y les pareces simpático, los viejos hippies que venden zumo de mango te ofrecen un poco de lo que fuman. Pero mejor decir que no, a menos que te quieras pasar el día hablando de todo y de nada, sentado en un tronco de eucalipto.

Hippies o no, todos terminamos igual: formando parte de algún Nimbin, anclados en el pasado y castigados por el paso del tiempo. Llegados a este punto, no sé que es mejor, si darse cuenta de ello o no.

Carretera hacia Nimbin, Nueva Gales del Sur.

Calle principal de Nimbin

Casas-mural de Nimbin

Las furgos de Nimbin

Cafe de Nimbin

Mercadillo de Nimbin

Antigüedades

Libros usados

Lector

Puesto de helados

Mural sobre tejado

Vendedora de ropa de segunda mano

Bus escolar en desuso

Perro-flauta

Familia perrifláutica


Museo de Nimbin


Entrada del Nimbin Museum


Techos psicodélicos

"Cafetería" del museo


Éste podría ser Shane


Chatarra en el museo

Más chatarra


Nimbin arte

domingo, 27 de junio de 2010

Kangurolandia

He pasado el fin de semana en Kangurolandia.

Imaginad verdes praderas al lado del mar. El sol se pone, dejando un manto de luz anaranjada tras él. La atmósfera es perfecta para las fotos, contraste absoluto de luz y de colores. Mar y montaña: la paella perfecta. Imaginar decenas de canguros grises, de todos los tamaños, saltando y pastando, apareándose... Junto a la orilla del mar. Imaginad un mar azul, sereno. Olas transparentes que rompen con la misma intensidad al llegar a la orilla. Surfistas asiduos al lugar, disfrutando de las magníficas condiciones. Imaginad, de pronto, unas aletas grisáceas. Hay alguien más que quiere pasarlo bien: un grupo de delfines mulares (sí, como los del zoo), que no quieren ser menos y, a pesar de no tienen tabla, son los amos del deporte, los dueños del lugar. Surfean todos a la vez, no hay prioridades: toda la familia junta, en fila. Imaginad ese mix absolutamente insólito para una piltrafilla como yo: canguros, delfines que surfean, personas que lo intentan. Los primeros miran a los segundos, mientras mascan la yerba que pastan. Los segundos no miran a nadie, solo disfrutan del oleaje. Los terceros no pueden ver nada y son jilipoyas: intentan ser más interesantes que cualquier otra cosa. No lo són. Ningún humano lo es.



Imaginad todo esto. A sólo diez minutos de vuestra casa. El lugar: Esmerald Beach. Estoy flipando y mi cámara saca humo.


Los Kanguros no son mamíferos corrientes. Como imagino que habréis fallado esta pregunta varias veces en el Trivial, seguro que ahora recordaréis que son Marsupiales, una infraclase muy especial de mamíferos. Estos animalicos tienen de peculiar que pasan muy poco tiempo en el útero materno. La mayoría de ellos sale después del primer mes. Después del parto, las crías se agarran a la madre y trepan, como quien escala en Montserrant, hasta la entrada de la bolsa marsupial. Se meten dentro y allí se quedan hasta 9 meses más, mamando cuando son muy pequeños, comiendo yerbajos más tarde, pero nunca salen de la bolsa hasta que no son lo suficientemente grandes y fuertes para valerse por ellos mismos. Es muy común, entonces, ver las bolsas casi rozando el suelo, con una cabeza orejuda saliendo de ellas. Comida a domicilio. Ni siquiera debe sacar las manos para comer: la pequeña cría arranca con las boca y mastica las plantas, al mismo tiempo que lo hace su madre.


Cuando las crías estan listas, ellas mismas se dan cuenta de que ya no caben en la bolsa. Hacen terribles esfuerzos para emanciparse, aunque saben que el mundo exterior nunca será tan confortable como el marsupio de su mami.
Y como todas las madres del mundo, las canguras sufren e intentan retrasar al máximo el día en que sus retoños las dejen.
Creedme si os cuento que una mamá canguro triste puede dar mucha pena...

Los machos, como casi siempre pasa en la naturaleza, no toman mucho partido en lo que a su descendencia se refiere. Despues de encargar el paquetito, no hacen mucho más que tumbarse al sol y verlas pasar. Como la yerba no es escasa, se espatarran en el suelo y, sin necesidad de desplazarse, allí mismo arrancan su comida, la mastican y la engullen. Engordan varios quilos en pocos días. Les cuesta unos minutos levantarse. Buscan otro metro cuadrado de césped y se vuleven a tumbar en él. No hacen más. Parece mentira que tengan fama de ser bichos con mala leche. A mí no me lo parece. Dicen que si les tocas demasiado las pelotas te pegan una patada que termina contigo. Pfff: Yo creo que les pesa demasiado el culo para eso.


Normalmente hay uno o dos machos adultos en la manada. Más es multitud: hay hostias por ver quien tiene la cola más larga. El resto del grupo esta formado por hembras, crías y machos muy jóvenes. Las primeras, una vez paridas las crías, son perseguidas por ellos. Los muy cretinos las agarran por los cuartos traseros, juegan con su cola y hacen cualquier tontería por llamar su atención. Al final, como siempre pasa en la naturaleza, ellas acaban cediendo a sus tonterías, a sus carantoñas y a su falso encanto, y el resultado siempre es el mismo.

No puedo parar de hacer fotos. Son demasiados. Parece que cada uno y una tiene su propia personalidad. Unos son simpáticos y valientes: dejan que me acerque a menos de un metro y que les moleste con el click click click de mi cámara. A otros no les gusta mi colonia y me rehuyen: se apartan dando saltitos, usando su cola como balancín para no perder el equilibrio.

Otros se me quedan mirando, curiosos. Se preguntan qué soy. ¿Soy comestible? ¿Acaso un arbusto? ¿Soy un depredador? Puedo ver la desconfianza en sus ojos. De nuevo, me siento mal. No, sólo soy un estorbo en el paisaje, cruel y ignorante. Perdonen las molestias, pero he venido a sacarles unas fotos porque no puedo existir sin molestarlos.

Algunos ni siquiera me miran. No parezco importarles demasiado. Supongo que eso está bien: siguen con sus vidas y tareas, sin molestarse en prestarme ni un minuto de atención. Gracias a ello, consigo una foto de un canguro rascándose el culo y otra de un canguro cepillándose los dientes.


Al caer el sol, las nuves bajan a nivel del mar. Ya hace rasca y yo tengo los pantalones mojados de estar sentada en el césped. Me estremezco. Es hora de largarme. Me da la impresion de que Ellos estan de acuerdo con eso.

Buenas noches, Kangurolandia.

domingo, 20 de junio de 2010

Humpback Whale

Estoy en Coffs Harbour. Esta tarde he dejado Lismore para no volver. El pueblo resultó ser más bien aburridillo, húmedo y frío. A pesar de ser pequeño en número de habitantes, todo está a tomar por culo. No tienes coche, estas muerto. Una alternativa más sana es hacer amigos con rapidez. La mayoría de estudiantes tiene algo parecido a un automóvil: enormes neveras con ruedas, pintadas al gusto de cada uno y con una cama en la parte trasera. Así es como los aussies se mueven por el país: llevan la tabla de surf en el techo, el patinete bajo el asiento y los bañadores colgando del parabrisas, entre otras cosas de más o menos utilidad. Viajan durante meses: de arriba a abajo, de Sydney a Melburne, de Perth a Cairns, de Darwin a Tasmania... Duermen en las furgos, comen en las furgos, se aparean en las furgos...
Así pues, lo mejor plan de todos es conocer a alguien con furgo y engatusarlo para que nos transporte a Tutankamon y a mí 250 km al sur.

Pero todo a su debido tiempo...

Lismore no era gran cosa, pero mis días allí han sido inmejorables. Es el lugar de mi revelación, el lugar donde me acordé de por qué escogí esta carrera. El lugar donde me dije: "Nací para esto".

Remontémonos a hace 20 años, cuando me paseaba por el piso de mis padres con un delfín azul bajo el brazo. No me acuerdo de dónde salió, de si lo escogí yo o me lo regalaron sin preguntar. Creo que ese fue mi primer contacto con el mundo marino. Recuerdo que años más tarde, la Orca Ulises me tenía fascinada, y que me jodió mucho que se la llevaran al Sea World de San Diego. También me llevé una gran decepción cuando me dijeron que no era una Orca, sino un señor Orco y que en California se hizo una novia en la piscina de al lado.

Una navidad, me compraron toda la colección azul de Jacques Custeau. La mayoría de los vídeos trataba sobre tiburones, peces y cangrejos. Había uno sobre ballenas, otro sobre delfines y otro sobre focas y otros carnívoros acuáticos. Ví unas 2 veces cada vídeo, 10 veces los últimos. No puedo explicar esa extraña obsesión, ya desde tan temprana edad, por los mamíferos marinos. No sé qué disparó mi curiosidad. No sé por qué el niñato de "Flipper" me daba tanta rabia. Sí sé, ahora, que nací para esto. Y ya no voy a olvidarlo jamás.


A 4o km de Lismore, en la costa, este del país se encuentra Byron Bay. El pueblo, en sí, no tiene nada de interesante, pero está situado en una zona privilegiada: en la punta más este de la gran isla de Australia (Cape Byron), que resulta que es el lugar de paso obligado de todas la ballenas jorobadas (Megaptera novaeangliae) que migran des de la Antártida hacia la Gran Barrera de Coral. No exagero cuando digo que las puedes ver viajando, sin necesidad de binóculos, a lo largo de toda esa costa, des de la parte más alta del pueblo, donde se encuentra el faro.


La primera asignatura que he tomado, evidentemente, trata sobre mamíferos marinos. Y como no podía ser de otra manera en este fascinante país, las prácticas son reales, en el mundo real, con animales de verdad: nos subimos a una barca y buscamos al bicho. Parece que un animal que alcanza 17 metros de no se pueda esconder facilmente. Mentira. Si no le da la gana, no sale en un buena rato del agua. Pueden bucear profundo y pasarte por debajo sin que te enteres. Lo puedes buscar desesperadamente y quedarte con las ganas de verlo. Afortunadamente, los biólogos marinos les parecen buena gente y, normalmente, te brindan algún que otro saltito, cancioncillas o aplauso de aleta pectoral en el agua...

La mejor manera de localizar a las ballenas a nivel del mar es buscar "pachadas".
Eso no es posible, pensaréis. Bien, pues, esto es una pachada de ballena:


La superficie de esta masa de agua es lisa, en comparación al resto. Por aquí ha pasado algo gordo.

Después de encontrar una pachada, y sabiendo que el animal anda cerca, lo mejor es tener la cámara preparada por si pasa esto:

De repente, salen del agua, no una ni dos ni tres, sino cuatro (¡¡¡!!!) ballenas jorobadas. Te pegas un susto mortal de la muerte cuando oyes el ssschufffffffsh del chorro de aire y vapor que sale de los respiradores que tienen en la parte superior de la cabeza.


Pero pasado el momento de desconcierto y pseudoinfarto, te relajas y te dedicas a observarlas. Puede que pierdas alguna que otra lágrima. No es por la brisa. Puede que te tiemblen las manos y que no puedas sacar fotos decentes. De hecho, lo único decente que consigues hacer es admirar boquiabierto cómo estos increíbles seres acuáticos viajan en paz, venciendo la resistencia del fluido, majestuosa y ágilmente, a pesar de sus 40 toneladas de peso.




Parece que viajan una hembra adulta y tres machos jóvenes. Es posible que ella esté preñada. Parirá en la Gran Barrera de Coral, la clínica más pija del oceáno. La cría medirá unos tres metros y pesará, ya entonces, un par de toneladas. Lo machos del grupo rodean a la hembra, peleándose por el mejor puesto: justo por detrás de ella, rozando su vigoroso cuerpo.


Puede que alguno de los machos peleones sea el padre del futuro ballenato, y que su canción fuera la más hermosa. Los machos de las jorobadas cantan todos la misma canción, pero siempre hay quien desafina más y quien desafina menos. Las canciones son complejas y difieren entre ellas, dependiendo de la zona del planeta donde se encuentren estos gigantes. Así pues, las ballenas jorobadas del Pacífico Sur, llamadas "jorobadas" por la joroba que tienen antes de la aleta dorsal, cantan todas el mismo hit. Si una ballena viene de visita desde la otra punta del océano cantando "La Macarena", lo más probable es que si a las locales les "mola" el nuevo balenotono, lo incorporen en alguna de las estrofas de su canción. En el mar no hay SGAE, así que no hay problemas...
Recomiendo que entréis en esta página:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/1/13/Humpbackwhale2.ogg

El tiempo pasa volando. No me doy casi cuenta, y ya tenemos que irnos... Me despido de mis amigas, silenciosamente. ¡Me pasaría aquí las 24 horas! Pero hay que dejarlas marchar, de esto se trata: nosotros a lo nuestro, ellas a lo suyo. Somos extraños y peligrosos ante sus ojos. Es horrible que paguemos justos por pecadores, pero degraciadamente tiene que ser así: cuanto menos nos acerquemos, mejor. Demasiado han sufrido ya...

Parecen contentas, cuando nos alejamos, pero aún así, se molestan en despedirse.





Vuelvo a Lismore para seguir con las clases. No quiero estudiar el plancton nunca más.