lunes, 14 de junio de 2010

El viaje más largo

Despedirse. No nos gusta despedirnos. Aunque nos volvamos a ver en breves, aunque no nos vayamos a la guerra, aunque estemos todos sanos, despedirse sigue siendo incómodo, perturbador y triste. 9 de junio de 2010. Tengo un vuelo que coger a las 19:20, que acaba saliendo a las 19:45. Viva la puntualidad cuando podrías haber dado unos 10 abrazos y unos 20 besos más. Dirección Heathrow, Londres. Me voy sabiendo que es el primero de cuatro vuelos hasta mi destino: Lismore, New South Wales, Australia.

El vuelo, cómo siempre pasa si estoy yo, es movido. Me tiro el té por encima. Muy bien, Laura. Llego al aeropuerto. Recojo la maleta. No es una maleta normal, parece que lleve un cadaver, porque mide y pesa lo mismo que yo. Definitivamente, me doy cuenta de que no puedo con ella. Por suerte, encuentro una consigna cerca de las cintas y la dejo allí, después de esperar que los "nengs" que se encargan del asunto me presten un poco de atención. Sí, en Inglaterra también hay nengs.

Llego al hotel de Heathrow a las 11 de la noche, después de conseguir un tíquet de autobús que vale casi 10 euros por 5 minutos de trayecto (ida y vuelta). Me lo vende un indio antipático que se niega a dármelo si mi intención es pagar con targeta. Me dice que quiere pouds in cash, así que me señala el puesto de cambio de divisas, donde me apuñalan y me sangran 10 euros por cambiar 40. Me quedo con 22 pounds y varios pennies. Con eso solo tengo para chuches. Bueno, me compro el billete y ya no me queda para chuches. El hotel, por suerte, es un sitio decente. Las recepcionistas son gallegas, se lo curran y me dan una habitación con vistas al párquing. Es de noche, de nada me sirven las maravillosas vistas. Pero tengo dos camas, un lavabo y enchufes para cargar el móvil y las cámaras. Es suficiente. Con los pounds que me han sobrado me compro un zumo y una agua en el bar del hotel. Hay ingleses borrachos que quieren entablar conversación conmigo. Estoy demasiado cansada y triste para tener paciencia. Me voy a dormir.

Me levanto a las 8 y, después de acicalarme y arreglar la maleta, bajo al bar a tomarme el famoso English Breakfast. No me entran ni las salchichas ni las judías, así que opto por unos cereales y un té. después intento prepararme un pa amb tomàquet, pero el tomàquet está verde, el pà es chicle y NO hay aceite de oliva, obviously. Así que me como unos huevos revueltos, que saben a huevos de mentira, sólos. Dejar de fumar tiene sus ventajas, pero una de las mayores desventajas es que recuperas la capacidad de distinguir todo tipo de gustos repugnantes.

Minutos más tarde, vuelvo al aeropuerto y recupero mi cadáver. Hago que los nengs me lo envuelvan con film transparente, como quien congela pelayas. Ya no tengo pounds y me niego a cambiar más euros. Les digo a los nengs que si no me dejan pagar con targeta van a tener que desenvolver el paquete, porque no tengo suelto. Me miran y piensan "que tía más chunga", así que me dejan pagar con targeta. Bien. Ahora, el paquete parece total y absolutamente la momia de Tutankamon. No sé cómo voy a facturar eso.

Llego al punto de facturación y se tienen que llevar el paquete a parte, con un carro, porque no cabe en la cinta. Por suerte, gracias a mi cara de pena, no me hacen pagar nada de sobrepeso por él. Pero se fijan en que llevo dos bolsas de mano y como en Qantas son muy puñeteros me hacen facturar una de ellas. Paso todo lo de valor a la del portátil y la otra se queda en 10 kilos de apuntes y bragas. Me astillan 290 pounds, que es lo mismo que casi 400 euros. Quiero matarlos, pero no sería muy prudente, ya que no llegaría nunca a Australia y, además, se quedarían con Tutankamon.

El avión es la ballena azul de los aviones. Airbus 380-800, dos pisos, 4 clases sociales diferentes. Yo estoy con los campesinos. A pesar de ello, tengo una pantalla "aplastada" en el asiento de delante y unas 200 horas de entretenimiento entre películas, series y documentales. El asiento se reclina mínimamente, pero al menos tengo una mantita llena de borlas y un cojín. No estoy acostumbrada a tan poco confort. Como basura, pero me la como toda. Veo tres películas antes de llegar a Singapur: The Lovely Bones, Nine y Alice in Wonderland: Buena, pasa, caca de la vaca.


Singapur resulta tener más territorio submergido de lo que me esperaba. Llevamos 12 horas de vuelo cuando veo los primeros pantanales e islotes desde la ventanilla. La ciudad consta de unos cuantos rascacielos modernos que crecen entre los manglares hasta decenas y decenas de metros. Gran parte del territorio ha sido amputado por las taladoras y escavadoras y donde antes había selva ahora hay industrias sobre arena rojiza. Un

asco. El aeropuerto no está mal, de todos modos. Hay internet de gratis y lavabos. Pero en este país no existen las tazas de water, sino que te indican donde colocar los pies de manera estratégica para apuntar al hoyo del suelo. Eso sí: hay cadena y papel de culo. Se me quitan las ganas de mear.


El vuelo de Singapur a Sidney es el más pesado de todos. Son 7 horas de tortículis y mala circulación sanguinia. Ya no sé cómo ponerme. Veo dos pelis más: The book of Eli y The men who stared at goats. Me duermo en la primera. La segunda no la puedo terminar porque la azafata me quita los auriculares. Como me aburro, pongo la opción de "cámara exterior" en mi pantallita y veo como la gran ballena azul con alas se pasea entre las nuves.



Por fin, el avión se posa en Sydney. Son las 20, hora local. No tengo muy claro en que día estoy, en que día he estado, en que día estaré mañana... Sólo sé que aquí es de noche ya y que debo ir al hotel para intentar dormir un poco. Tutankamon y la otra maleta facturada han llegado milagrosamente a su destino, aunque me han pegado un buen susto, porque han sido los últimos en aparecer por la cinta.

El hotel no mola tanto como el de Heathrow. Es más viejo y la habitación huele a levadura fermentada, pero estoy cansada y me da igual. Parece que me voy a poner en hora rapidito. En el bar, me como unos rollitos de primavera refritos y me tomo mi primera cerveza australiana. Me sirve un chino sonriente. El primero de tantos que veré.

Duermo poco y mal, me ducho y me voy de nuevo al aeropuerto de Sydney. A las 9 de la mañana tengo que coger un avión para Lismore, unos 800 km más al norte. En facturación, me demuestran que los australianos son buena gente y que nada tienen ya que ver con los gilipoyas de los que descienden. No me hacen pagar más que 20 euros por los 20 kg que llevo de más. Entienden que soy estudiante, que me quedo unos cuantos meses y que no tienen por qué sangrarme más de lo que ya he pagado por el vuelo. Me encanta. Se lo agradezco mil y una veces a la señora de la corbata roja y me voy a desayunar felizmente. Me como una cookie de almendras y bebo cafe latte mientras veo la tele. Son las noticias de las 9 de la noche del día anterior de Radiotelevisiónespañola, una hora menos en Canarias. Fotografio a Rajoy en un aeropuerto que está a 17.690 km de la sede del PP en Madrid. Cosas raras que me pasan.


El avión es uno de esos con hélices que parece que se tenga que caer sobre una isla con osos polares. Sorprendentemente, se mueve menos que todos los que he cogido hasta el momento y eso me permite disfrutar del magnífico paisaje que me brinda la costa este del país, desde Sydney a Coffs Harbour, y de los bosques selváticos del interior de la misma costa hasta Lismore. Me tomo un té y me como unas porquerías picantes mientras pego la nariz al plástico de la ventanilla. Estoy exhausta, pero muy contenta. Todo es nuevo y estimulante.


A las 11 de la mañana del día 12 de junio de 2010, después de 24 horas de aviones y unas cuantas más en hoteles y terminales, llego a mi primer destino. Ha sido el viaje más largo de mi vida, pero tengo la sensación de que ha valido mucho la pena.